martes, 6 de junio de 2017

San Justino (c. 100-160), filósofo y mártir
Tratado sobre la resurrección, 2.4.7-9
«Creo en la resurrección de la carne» Credo

      Los que están en el error dicen que no hay resurrección de la carne, que, en efecto, es imposible que ésta, después de ser destruida y convertida en polvo, recupere su integridad. Según ellos, siempre la salvación de la carne será no sólo imposible, sino perjudicial: : reprueban a la carne, denuncian sus defectos, la hacen responsable de los pecados;  dicen que si esta carne ha de resucitar, resucitarán también sus defectos... Además, el Salvador dice: «Cuando la resurrección de los muertos, los hombres no se casarán sino que serán como los ángeles en el cielo». Ahora bien, los ángeles, dicen, no tienen carne, no comen ni se unen. Así pues, dicen, no habrá resurrección de la carne...

      ¡Qué ciegos están los ojos de su entendimiento! Porque ellos no han visto en la tierra «los ciegos ver, los cojos caminar» (Mt 11,5) gracias a la palabra del Salvador..., para hacernos creer que es toda la carne la que en la resurrección resucitará. Si en esta tierra ha curado las enfermedades de la carne y ha devuelto al cuerpo su integridad, cuánto más lo hará en el momento de la resurrección a fin de que la carne resucite sin defecto, íntegramente... Esta gente me parece que ignoran la acción divina en su conjunto, tanto en los orígenes de la creación como cuando hizo al hombre; ignoran el porqué las cosas terrestres han sido hechas.

      El Verbo ha dicho: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1,26)... Es evidente, pues, que el hombre, modelado a imagen de Dios, era de carne. Entonces ¡qué absurdo pretender menospreciar, como sin ningún mérito, la carne modelada por Dios según su propia imagen! Que la carne sea preciosa a los ojos de Dios, es evidente porque es su obra. Y porque en ella se encuentra el principio de su proyecto para el resto de la creación, es eso lo que hay de más precioso a los ojos de su creador.

sábado, 3 de junio de 2017

San Ignacio de Antioquia (¿- c. 110), obispo y mártir 
Carta a los Efesios
“ Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti”
      Es justo que vosotros glorifiquéis de todas las maneras a Jesucristo, que os ha glorificado a vosotros, de modo que, unidos en una perfecta obediencia, sumisos a vuestro obispo y al colegio presbiteral, seáis en todo santificados. No os hablo con autoridad, como si fuera alguien. Pues aunque estoy encarcelado por el nombre de Cristo, todavía no he llegado a la perfección en Jesucristo. Ahora, precisamente, es cuando empiezo a ser discípulo suyo y os hablo como a mis condiscípulos. Porque lo que necesito más bien es ser fortalecido por vuestra fe, por vuestras exhortaciones, vuestra paciencia, vuestra ecuanimidad. Pero, como el amor que os tengo me obliga a hablaros también acerca de vosotros, por eso me adelanto a exhortaros a que viváis unidos en el sentir de Dios. En efecto, Jesucristo, vuestra vida inseparable, expresa el sentir del Padre, como también los obispos, esparcidos por el mundo entero, son la expresión del sentir de Jesucristo.

      Por eso debéis estar acordes con el sentir de vuestro obispo, como ya lo hacéis. Y en cuanto a vuestro colegio presbiteral, digno de Dios y del nombre que lleva, está armonizado con vuestro obispo como las cuerdas de una lira. Este vuestro acuerdo y concordia en el amor es como un himno a Jesucristo. Procurad todos vosotros formar parte de este coro, de modo que, por vuestra unión y concordia en el amor, seáis como una melodía que se eleva a una sola voz por Jesucristo al Padre, para que os escuche y os reconozca, por vuestras buenas obras, como miembros de su Hijo. Os conviene, por tanto, manteneros en una unidad perfecta, para que seáis siempre partícipes de Dios.

San Juan Clímaco (c. 575-c. 650), monje en el Monte Sinaí 
La Santa Escala (Carta al Pastor, 2-4.9.28, rev.)
Pastor en consecuencia del único Pastor
      El verdadero pastor es aquel que, por su bondad, su celo y su oración, es capaz de buscar y de volver al buen camino las ovejas racionales que están perdidas. El piloto es aquel que obtuvo, por la gracia de Dios y por sus propios trabajos, una fuerza espiritual que lo vuelve capaz de arrancar el barco de las olas desencadenadas y del propio abismo. El médico es aquel que alcanzó la salud del cuerpo y del alma, y no necesita ningún remedio para ellos.

      Un buen piloto salva su barco y un buen pastor vivifica y cura a sus ovejas enfermas.  Cuanto más fielmente sigan las ovejas al pastor y hagan progresos, tanto más responderá por ellas ante el Señor de la casa.

      La caridad permite conocer al verdadero pastor, porque por caridad el gran Pastor quiso ser crucificado.

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia 
Sermones sobre el evangelio de Juan, nº 124; CCL 36, 685
Dos apóstoles, dos vidas, una Iglesia
      La Iglesia sabe de dos vidas, ambas anunciadas y recomendadas por el Señor; de ellas, una se desenvuelve en la fe, la otra en la visión; una durante el tiempo de nuestra peregrinación, la otra en las moradas eternas; una en medio de la fatiga, la otra en el descanso; una en el camino, la otra en la patria; una en el esfuerzo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación... La primera vida es significada por el apóstol Pedro, la segunda por el apóstol Juan... Y no sólo a ellos, sino que toda la santa Iglesia, esposa de Cristo, hace lo mismo, luchando con las tentaciones presentes, para alcanzar la felicidad futura.

      Pedro y Juan fueron, cada uno, figura de cada una de estas dos vidas. Pero uno y otro caminaron por la fe, en la vida presente, uno y otro habían de gozar para siempre de la visión, en la vida futura. Por esto, Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos, con el poder de atar y desatar los pecados (Mt 16,19), para que fuese el piloto de todos los santos, unidos inseparablemente al cuerpo de Cristo, en medio de las tempestades de esta vida; y por esto, Juan, el evangelista, se reclinó sobre el pecho de Cristo (Jn 13, 23.25), para significar el tranquilo puerto de aquella vida arcana. En efecto, no sólo Pedro, sino toda la Iglesia ata y desata los pecados. Ni fue sólo Juan quien bebió, en la fuente del pecho del Señor, para enseñar con su predicación la doctrina acerca de la Palabra que existía en el principio y estaba en Dios y era Dios (Jn 7,38; 1,1)... sino que el Señor en persona difundió por toda la tierra este mismo Evangelio para que todos bebiesen de él, cada uno según su capacidad.

martes, 30 de mayo de 2017

San Ireneo de Lyon (c. 130-c. 208), obispo, teólogo y mártir 
Contra las herejías, IV, 14
«Así... dará la vida eterna a todos los que tú le has dado»
      No es porque Dios tuviera necesidad del hombre que al principio modeló a Adán, sino para tener alguien en quien depositar sus beneficios. Porque no tan sólo antes de Adán, sino incluso antes de la creación, ya el Verbo glorificaba al Padre, permaneciendo en él, y él era glorificado por el Padre, tal como él mismo lo dice: «Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese». No es que primero tuviera necesidad de nuestros servicio por lo que nos mandó seguirle, sino para procurarnos la salvación. Porque seguir al Señor es tener parte en la salvación, igual que seguir la luz es tener parte en la luz.

      Cuando unos hombres están en la luz, no son ellos quienes iluminan a la luz y la hacen brillar, sino que ellos son iluminados por ella y los hace resplandecientes; lejos de añadirle lo que sea, son ellos los que se benefician de la luz y son iluminados por ella. Lo mismo ocurre con el servicio para con Dios; nuestro servicio no añade nada a Dios, porque Dios no tiene necesidad del servicio de los hombres; pero, a los que le sirven y le siguen, Dios les da la vida, la incorruptibilidad y la gloria eterna...

      Si Dios pide el servicio de los hombres, es para poder –porque es misericordioso- conceder sus beneficios a los que perseveran en su servicio. Porque si Dios no tiene necesidad de nada, el hombre sí tiene necesidad de la comunión con Dios. La gloria del hombre es perseverar en el servicio de Dios. Por eso el Señor decía a sus discípulos: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15,16). Con ello quería indicar que no eran ellos que le glorificaban al seguirle, sino que, por haber seguido al Hijo de Dios, ellos serían glorificados por él. «Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy, y contemplen mi gloria» (Jn 17,24).

domingo, 28 de mayo de 2017

San Cipriano (c. 200-258), obispo de Cartago y mártir 
La oración del Señor, 2-3
Pedir invocando el nombre de Jesús
      Entre todos los saludables consejos y divinos preceptos con los que el Señor orientó a su pueblo para la salvación, le enseñó también la manera de orar, y, a su vez, él mismo nos instruyó y aconsejó sobre lo que teníamos que pedir. El que nos dio la vida nos enseño también a orar, con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad, al dirigirnos al Padre con la misma oración que el Hijo nos enseñó. El señor ya había predicho que se acercaba la hora en que los verdaderos adoradores adorarían al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,24); y cumplió lo que antes había prometido, de tal manera que nosotros, que habíamos recibido el espíritu y la verdad como consecuencia de su santificación, adoráramos a Dios verdadera y espiritualmente, de acuerdo con sus enseñanzas.

      ¿Qué oración más espiritual puede haber que  la que nos fue dada por Cristo, por quien también nos fue enviado el Espíritu Santo, y qué plegaria más verdadera ante el Padre que la que brotó de labios del Hijo, que es la verdad?

      Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro maestro, nos enseñó. A Dios le resulta amiga y filial la oración que se le dirige con sus mismas palabras, la misma oración de Cristo que llega a sus oídos. Cuando hacemos oración, que el Padre reconozca las palabras de su propio Hijo; el mismo que habita dentro del corazón sea el que resuene en la voz, y, puesto que lo tenemos como abogado ante el Padre por nuestros pecados, al pedir por nuestros delitos, como pecadores que somos, empleemos las mismas palabras de nuestro defensor pues él ha dicho» «Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16,23).
San Bernardo (1091-1153), monje cisterciense y doctor de la Iglesia 
Tratado sobre los grados de humildad, 1-2
“Vosotros ya sabéis el camino para ir adonde yo voy.” (Jn 14,4)
      “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” (Jn 14,6) El camino es la humildad que conduce a la verdad. La humildad es la pena. La verdad es el fruto de la pena. Tu dirás: ¿por dónde sé yo que habla de la humildad cuando dice simplemente: Yo soy el camino? El mismo te responde añadiendo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.” (Mt 11,29) Se presenta como ejemplo de humildad y de dulzura. Si tú lo imitas no caminarás en tinieblas sino que tendrás la luz de la vida. (Jn 8,12) ¿Cuál es la luz de la vida sino la verdad? Ella ilumina todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9); le muestra el camino verdadero...

      Yo veo el camino de la humildad. Deseo su fruto: la verdad. Pero ¿qué hacer cuando la ruta parece demasiado difícil para llegar a donde quiero llegar? Escuchad su respuesta: “Yo soy el camino, es decir, el viático que sostiene el esfuerzo de todo el camino”. A los que se descarrían y yerran el camino les grita: “Yo soy el camino”; a los que suben por el camino, pero desfallecen: “Yo soy la vida”. Más aún: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos...” (Lc 10,21)

      Escuchad a la misma verdad que dice a los que la buscan: “Venid a mí los que me deseáis, y saciaos de mis frutos.” (Eclo 24,19)  y en otro lugar: “Venid a mí los que estáis cansado y agobiados que yo os aliviaré.” (Mt 11,28) Venid, dice. ¿A dónde?  A mí, la verdad. ¿Por dónde? Por el camino de la humildad.